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San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina

viernes, 26 de junio de 2009

El Pasajero

Cerca de ocho son los pasajeros que logro divisar antes de sentir la incontrolable necesidad de sentarme en el asiento más próximo. La taquicardia me hace imposible hacerme los razonamientos lógicos de la situación, por lo que, simplemente observo.
El transporte comienza a hacer un descenso brusco de la gran velocidad que, ahora me doy cuenta, llevaba. Hasta que finalmente se detiene en lo que pareciera ser una parada convencional. Se abren las puertas y un chico de unos quince años, vestido con un muy gastado overol de trabajo, muestra alguna especie de credencial y se dirige a la parte trasera donde yo me encuentro. Lo sigo con la mirada todo el trayecto y, solo entonces, a pesar de que ahora inclusive respirar se empieza a volver dificultoso, descubro que todos, incluyéndome, llevamos aquel overol azul.
Si bien a medida que el transporte avanza el ambiente se torna más denso, mi cuerpo se va acostumbrando y por fin comienzo a preguntarme que hago en aquel lugar, como llegué, quien me uniformó, y, lo que es más importante, como salgo de aquí.
No sintiéndome aún lo suficientemente bien como para intentar un escape drástico solo procedo a, con el mejor gesto de decisión que puedo fingir, dirigirme hacia la puerta, sin dejar de tratar de ocultar, además, el hecho de que casi ni puedo mantenerme de pie. Inesperadamente el joven del overol astado, que ahora me observaba, toma participación en la situación y exclama, con una autoridad solo esperable de un capataz o similar, que no hemos llegado aún. Dada mi actual incapacidad para argumentar, hago caso y me dejo caer en el asiento de junto a la puerta. Donde, unos minutos
después, caigo en un sueño que bien podría haber sido un desmayo.
Con una fuerte frenada que casi provoca que dé la cabeza contra el asiento de adelante, me despierto y noto atónito que nos encontramos en un pueblo descuidado, y que los ahora casi treinta pasajeros comienzan a descender. Cuando yo aún miraba para todos lados confundido, el chico se dirigió a mi nuevamente, y, con la misma autoridad, me advirtió que ésta si era la parada.
Pese a que me sentía notablemente mejor en tierra firme, aún estaba muy adolorido y, probablemente a causa de fiebre, el calor había aumentado. A medida que avanzábamos por el pueblo, más colectivos se detenían y toda esa gente uniformada de overol azul se nos iba uniendo. Hasta que, tras unos agotadores cinco minutos, llegamos a lo que pareciera ser una tienda de campamentismo abandonada, y en la puerta, un hombre rubio, de unos ciento noventa centímetros, sacando de unas cajas casi tan grandes como él, entregaba picos y palas a cada uniformado. Jóvenes, ancianos, rengos, ciegos, muchachas embarazadas, y hasta niños de no más de ocho años pasaban por aquel oso rubio a
recibir su pico.
Una vez obtenida mi herramienta, continué camino hacia -lo había notado hace un instante- la pequeña montaña al final del pueblo. Para cuando estábamos llegando, no era posible cuantificar la cantidad de gente, por lo que imagine que habrían venido de otros pueblos abandonados similares, con similares osos rubios y similares cajas de herramientas.
Aún no pensaba muy claramente, sin embargo, había supuesto por los picos que el objetivo de la caminata no era la montaña, sino lo que tenía dentro. Sin embargo, lo que no me imaginaba, era el tamaño de aquellas puertas que permitían el paso a las cuevas.
Para cuando estaba llegando a aquella entrada pensé que, a juzgar por mi temperatura, ya la fiebre debía ser altísima, por lo que no dejé de pensar que quizás todo esto no sea más que una gran alucinación. Y alucinación o no, me encontraba entre miles de personas con un overol y un pico entrando a lo que parecía la mina más grande del mundo.
Ya dentro, otros inmensos hombres oseznos, pero esta vez morochos, iban recibiendo a la gente y colocándola en una especie de tren minero. En medio de la multitud que se amontonaba para subir a bordo, vi que no muy lejos de mi se encontraba la joven y su hijo que eran parte de aquellos ocho pasajeros que éramos, en aquel colectivo que parecía ya tan lejano.
Solo cuando, una vez en el tren repleto de gente, pude ver la hermosa mujer a los ojos, la fiebre y la taquicardia se desvanecieron momentáneamente, y fueron reemplazadas por imágenes, muchas imágenes que pasaron por mi mente como películas, imágenes de familia, de hijos, carreteras, imágenes de viajes frustrados.